Yo a mi hija ya le he
dicho que se haga cantaora o algo, que canta muy bien. Sal en la tele. El que
habla es Mané, que tiene un bar donde, a veces, por las tardes, se
juntan unos amigos a tocar flamenco. Yo esos de los libros, a los que van de
culturales, me descojono, dice. Llevo diez años con el negocio y no he visto
ni uno que tenga para pagarse los cafés. ¿Qué le dices a tu gente? ¿Qué sean
como ellos? Venga hombre. Mucha facha y nada más. A mí, esos de los libros,
negocio me hacen poco.
El extracto anterior
(me costó trabajo escoger uno, y con pudor lo incluyo) pertenece a un artículo
que me envió hace unos días mi amigo Carlos
Negrín. Fue publicado en “El
Confidencial” y se titula “Sí, soy un inculto, pero gano mucho más que
tú. ¿Qué pasa? ¿Eh?”. El artículo es malo, no pude leerlo entero, lo
confieso, sólo le pasé por encima. Suficiente. ¿Para qué? Pues para esbozar una
pequeña pero amarga mueca y escribir algo al respecto. Por cierto, mi amigo Carlos me dijo que tampoco lo había leído completo.
Me lo envió entre asombrado y contrariado.
¿Qué es eso de ser culto? ¿Tiene utilidad? ¿Cuál? Qué manía
de preguntarse cosas tiene el hombre, madre mía. Cómo gusta incordiarse a sí
mismo persiguiendo razones huidizas cuando no hostiles…
Para muchos autores supuestamente cultos, serlo radica única
y exclusivamente en la capacidad de comprender el presente y pre-ver el futuro
a partir del conocimiento profundo del pasado. O sea, para un supuesto vidente,
ser culto sería tal vez un ocioso exceso. Si alguien es capaz de pre-ver el
futuro en base a dones sobrehumanos, no necesita conocer al hombre. ¿O sí?... Lo
que parece claro es que para quien no tenga el poder de la adivinación, puede
resultar interesante, incluso útil, saber a qué atenerse frente al emotivo,
pero en última instancia previsible, comportamiento de tan raro animalito.
La
cultura, vista así, es un providencial saco de memoria, una suerte de almacén
de datos para una videncia casi científica. Miren por dónde, los cultos, los
videntes y los científicos terminan encontrándose… Sí, un hombre culto es,
sobre todo, un visionario, aunque limitado, pues sólo funciona si conserva la memoria y
tiene a mano su chuleta histórica. Cómo no citar aquí a Ortega. Decía éste: “… el chimpancé y el orangután no se
diferencian del hombre por lo que hablando rigurosamente llamamos inteligencia,
sino porque tienen mucha menos memoria que nosotros. Las pobres bestias se
encuentran cada mañana con que han olvidado casi todo lo que han vivido el día
anterior, y su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material de
experiencias. Parejamente el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años,
porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese
habido antes ninguno. El hombre, en cambio, merced a su poder de recordar, acumula
su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no es nunca un primer
hombre; comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. Este es el tesoro
único del hombre, su privilegio y su señal. Y la riqueza menor de ese tesoro
consiste en lo que de él parezca acertado y digno de conservarse: lo importante es la memoria de los errores,
que nos permite no cometer los mismos siempre.” Y ahora la célebre frase
del pensador: “Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo, es
aspirar a descender y plagiar al orangután”.
Me he permitido esta larga cita porque resulta demoledora para
quienes menosprecian la cultura; ese “pretérito
amontonado” que poseemos, y que, especialmente si se acomoda en la imagen
(la memoria es, sobre todo, un selectivo imaginario) nos permite ser hombres
frente a las bestias. Si ser culto es realmente estar en posesión de un
ventilado montón de memoria, y por ello no tener que empezar cada día a
cimentar humanismo sobre el vacío; entonces, señores, ser culto no es un lujo,
es una pesada pero necesaria sobrecarga. La cultura es continente y transmisor
de memoria. La cultura recibe humanidad, la incuba, la testa. Casi nada…
Dicho esto, debo continuar diciendo que el primer síntoma
que denota un déficit de cultura en el citado artículo, radica en que su autor
pretende adjudicar a nuestro tiempo un especial rechazo a la misma. ¿Somos
ahora singularmente apáticos frente a ella? El tema no se puede agotar, ni
siquiera despachar en dos párrafos, pero ateniéndome a las exigencias de este
formato, intentaré explicar lo que creo al respecto: en esencia somos los
mismos, también frente a la cultura, al menos desde que vivimos rigurosamente socializados,
ayuntados en la polis o su remedo, y sometidos al devenir en un tiempo lineal e
histórico.
Los impulsos civilizador y cultural de la humanidad se
encontraron frente a frente, por primera vez con toda su potencia, en la polis,
en la historia, donde se trasciende el tiempo circular sujeto a cíclicas e invariables
vueltas. Lo que el impulso civilizador necesitaba hacer entonces, el cultural
debía someterlo al riguroso decantador de la memoria precipitada, sedimentada,
poseída. La solución equilibrada a las tensiones que generó tal correlato,
permitió al protohombre pasar de la prehistoria a la historia en dirección a sí
mismo. Pero para un animal en principio tan económico, calculador, cauteloso y
cobarde, este equilibrio no podía construirse si las fuerzas descritas resultaban
simétricas.
La civilización necesita la ceguera que le es extraña a la cultura.
La civilización es atrevida, la cultura es prudente. La cultura estaba
condenada a ser minoritaria en los inquietos predios de la historia, ese
escenario donde lo actual no sólo es medio sino fin. La cultura,
afortunadamente, siempre fue cosa de pocos, y pocas veces armó el brazo
ejecutor de la historia. ¿Adónde nos habría llevado, por ejemplo, la sociedad pretendida
por Platón? La cantinela de la cultura frente a la civilización y viceversa tiene
milenios de existencia y se puede rastrear desde la Grecia preclásica hasta el
día de hoy sin grandes esfuerzos. Es cierto que sobre todo a partir del siglo
XIII, donde se comienza a gestar el último gran cambio de episteme, de la
religión al capitalismo, se hicieron más visibles, que no más reales, estas
fértiles contradicciones. Es cierto también que hoy en día, en pleno apogeo del
hombre-masa, que dispone de importantes medios para expandir su credo, la
irreverencia de la incultura se hace más notoria y escandalosa, pero este
asunto no es nuevo, y tratarlo como tal denota desmemoria, incultura.
Claro, que sepamos que estos contrarios obran desde siempre
en la historia, no quiere decir que no debamos controlar, hasta donde sea
posible, el necesario equilibrio entre ellos. Tal equilibrio siempre será
asimétrico, pero no podemos prescindir de él. Hoy, en un escenario global, la
incultura, que también lo es, parece campear, rampar incluso por doquier. Puede
que el hombre-masa capitaneado por el científico-ignorante, suponga ahora un
riesgo algo mayor en tanto posee mejores medios para expandir su credo. Pero
similares medios poseen sus contrarios. La cultura, ese saco de memoria, ese “pretérito amontonado” seguirá
contrapesando la ceguera civilizadora, la barbarie. Para hacerlo necesita
soldados especiales, individuos con mucha memoria, especial sensibilidad, gran
capacidad para el esfuerzo y la comunicación. Sin embargo, la resistencia ante
la barbarie debe ejercerse sin despotismo, porque si bien la incultura resulta hoy visiblemente descarada, la cultura puede ser muy insolente cuando
se adorna y se encumbra, que es, en la casi totalidad de los casos, cuando resultada
impostada, impostora.
¿Qué hacer entonces con esos “cultos” lectores de best
sellers y consumidores de todo tipo de cine que, al parecer, etiquetaban su
afición para tener éxito social, incluso para ligar; y que ahora se rinden ante
la inoperancia de su táctica, la rápida degradación de su marca? Pues
consolarlos e invitarlos a que hagan verdadera memoria. Sólo apilando y
penetrando pasado seriamente podrán entender qué les pasa, y, quién sabe, tal
vez encontrar vías de auténtica plenitud. Al resto, los que se jactan de su
desmemoria, agradecerles que nos mantengan vivos, que opongan a nuestro
decadente impulso su irreverente temeridad. Del tal manera funciona el “negocio”:
los unos a recordar y los otros a ejercer su derecho al olvido, a la ignorancia;
los unos a medir y pesar lo que los otros deciden desconocer. Siempre fue así.
Sin las crecidas del Nilo, no habría existido ni agricultura ni agrimensura en
Egipto.
La violencia, el exceso y el descaro son tan vitales al hombre como sus
contrarios. Y si encima ahora (dice el citado artículo) regodeándose en ellos
se gana más y se liga mejor ¿qué podemos
objetar? Eso sí, cuidado la desmemoria no llegue a su peor extremo y nos
convierta en máquinas. Con esa única línea roja bien marcada en suelo y horizonte,
digo sin ambages: ¡que (sobre) vivan los incultos! ¡que sigan haciendo juego,
operando en la historia con los ojos vendados! No permitan que la cultura se
empache de memoria y termine vomitando puro nihilismo. Pero, por favor,
¿podrían empujar y colorear la civilización sin excretar en sus podios?¿podrían
atender las señales de los decadentes cultos, cuando éstos, recordando la figura de su
mutante silueta, avisten al maligno? Ay, cuántas almas, cultas, incultas, habrían
podido esperar tranquilamente su natural hora para transmigrar o viajar a Dios,
si los grandes civilizadores hubieran escuchado y atendido a Holan cuando pre-dijo:
“Habrá de nuevo guerra…/ Qué
silenciosamente bebe el caballo…”